Mangífera


Los rayos del sol se filtran entre las ramas de los árboles de mango, los cuales son lo suficientemente grandes como para evitar que la luz nos dé en los ojos. El clima es bochornoso, la piel parece estar cubierta de una capa pegachenta de azúcar, pero no es más que sudor. Aun así, todo es más fresco bajo la sombra, tumbados en la hierba mirando el cielo enmarcado entre las ramas que se ven traslucidas desde aquí.  Por un momento, pienso que podría quedarme bajo estos árboles por el resto de la vida, pero un ardor agudo en la pierna me recuerda que no, tengo piel dulce para los zancudos y mosquitos. 

A lo lejos se escucha un zumbido leve, que poco a poco va aumentado su intensidad y mi nerviosismo: 
-bbzzzzzZZZZZZZZZZZZZ-.
Es el sonido abrupto de la licuadora el que me devuelve a la cocina con mi madre y al blanco del techo, es el mango del jugo del almuerzo quien ha llenado nuestro pequeño apartamento con su aroma y el que me ha llevado por un instante a las faldas de ese árbol lejano.
A pesar de que las ventanas del balcón están abiertas de par en par, el calor es latente, me cercioro de que haya algo de hielo para el jugo y no puedo evitar recordar Girardot, cuando íbamos con mi hermana y las primas, de camino a casa de la tía y nos deteníamos a comer mango al pie de la carretera, mucho antes de que la convirtieran en autopista.  El calor y nuestras caras untadas de ese jugo amarillo alrededor de la boca que después era difícil quitar y con el que nos quedábamos melcochudas hasta llegar a la casa.  No puedo separar el uno del otro, el calor intenso y el aroma dulce de ese fruto amarillo. 
Por fin, algo de brisa entra desde la ventana y me lleva una vez más a la sombra de un árbol, pero está vez cerca del río Magdalena, a las afueras de la casa de un escultor en Mompós, en un viaje de la universidad, a la hora en que el sol está en todo su esplendor y en medio de la conversación alguien nota al joven tronco con un par de mangos, de esos para chupar. La conversación se detiene, el interlocutor permite al grupo tomar los frutos del árbol. Me contengo, están algo verdes y no quiero terminar con las manos pegachentas; la conversación continua.
Luego, están las manos de mi padre, de la paciencia que implica rebanar la fruta. Primero, con el cuchillo que gira de manera circular alrededor de la cáscara haciéndola caer suavemente sobre el plato. Es el único de la casa que se la come, esa piel roja verdosa que ofrece como acto de cortesía pero que en el fondo sabemos, es solo de él. Segundo, picar el mango, a veces en cubos, otras en rebanadas. Nadie pelea por la pepa, el hueso central que de seguro dejara pelitos diminutos entre los dientes si alguien decide no desperdiciarla. 
-Maaango, maaango, maaaango, maaango, maaango-
Grita la señora que pasa con su carretilla llena de vasos de mango biche con limón y sal, que veo desde el balcón mientras se aleja. Mi madre pregunta si alguien quiere un vaso para bajar por él, pero yo solo pienso que ya ha sido suficiente mango por hoy. 

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